Mi experiencia en Japón (Parte I)

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Después de que me confirmaran que había sido seleccionada para el programa, mi abuela me dijo: “por fin vas a conocer la tierra de mis papás” y yo aún no entendía a qué se refería. No es que no haya sido obvio, sabía muy bien lo que mi abuela había querido decir, pero no sabía lo importante que sería para mi esa frase y que la llevaría conmigo durante toda esa semana.

Mi vuelo llegó una hora tarde, el piloto nos dijo que había sido porque un volcán en la península de Kamchatka estaba activo y tendríamos que rodearlo para evitar su ceniza. Podía ver el recorrido del avión subiendo por toda la costa oeste de América hasta cruzar a Rusia por el estrecho de Bering, y fue aquí cuando me di cuenta de que por primera vez estaba cruzando el océano Pacífico, justo como lo habían hecho mis bisabuelos y mi abuela cuando llegaron a México. Sin embargo, en esta ocasión yo iba a la tierra que ellos habían dejado para tener más oportunidades en Latinoamérica.

Cuando llegué a Tokio, todo me resultó extrañamente familiar, como si ya hubiese estado ahí, sabía perfectamente a dónde ir, qué hacer, qué decir. Tantos años de escuchar a mi abuela hablar de la tierra de sus papás había hecho que viviese en un mundo paralelo, como si nunca nos hubiéramos ido de Japón, y creo que esto fue lo que hizo que me sintiera en casa.

No era esta la primera vez que salía de México, justamente hace un año había ido a San Francisco, la tercera ciudad con mayor diáspora asiática de Estados Unidos. Esta ciudad es importante en la historia de mi familia porque fue el puerto al que mi abuela llegó al regresar de Japón, después de haber pasado la Segunda Guerra Mundial en el pueblo de donde venía su familia: Kumamoto.

Haber estado en San Francisco me dio una vaga idea de cómo se sentía estar en una ciudad donde la gente es mayormente asiática o descendientes de asiáticos. Anteriormente, los únicos asiáticos con los que había convivido era mi familia en San Luis Potosí y uno que otro estudiante de intercambio que ya vivía en la ciudad. Pero — y esto es difícil de explicar, incluso ahora después de haber tenido una semana para digerir esta experiencia — el llegar al aeropuerto Narita en Tokio fue una experiencia totalmente diferente a la que tuve en San Francisco; miré los rostros de las personas, en su mayoría japoneses y pude ver en ellos lo que veía en mi obachan.

Quizás esto suene demasiado romántico pero es una parte muy importante de la construcción de la identidad de nosotros los nikkei: el poder tener un sentido de pertenencia con una tierra que nuestros abuelos con tanto dolor tuvieron que dejar, pero que siempre recordaron con amor y lealtad.

Al salir de aduana conocí a mis amigos Hisae de Perú, Hideki de Chile y Hissashi de Brasil, con quienes después saldría a conocer los alrededores de Shiba Park, muy cerca de donde estaba nuestro hotel. Al llegar al lugar donde nos hospedaríamos, nos pusimos de acuerdo para salir juntos a cenar y media hora más tarde ya estábamos caminando por las calles de Tokio buscando un lugar que estuviera abierto para poder comer.

Mientras caminábamos, recuerdo haber escuchado a Hissashi decir que aún no podía creer que estuviera en Japón y no pude evitar responderle que yo tampoco podía creerlo. De los cuatro nikkeis que salimos esa noche, sólo Hisae ya había estado en Japón antes, pero para el resto era nuestra primera vez y todo era fascinante y desconocido: las alcantarillas tenían forma de flor de sakura, las calles eran más estrechas que en latinoamérica, las cocheras tenían plataformas rotatorias para los autos, había vending machines en cada esquina, las bicicletas estaban estacionadas libremente y sin candado, los restaurantes cerraban temprano. Era tanta la fascinación que no nos dimos cuenta de la hora, así que en cuanto dieron las 9 de la noche decidimos cenar en un lugar que habíamos visto abierto y nos apresuramos para entrar.

Fue aquí cuando tuve mi primer experiencia japonesa — no había sido en la calle como cualquiera lo imaginaría, sino que fue en un restaurante, ¿pero por qué? Primero, porque al entrar había una máquina que era la que se encargaba de tomar nuestro pedido y segundo, porque una vez que hicimos el pedido, la máquina nos dio un ticket con el platillo de nuestra elección que teníamos que darle a la mesera para que ella pudiera llevarnos a nuestra mesa. Hasta ahora todo había sido nuevo, en México lo más cercano a esto es pedir comida por internet, pero no existía esta experiencia amalgamada de lo online y lo offline en un mismo lugar. La verdadera prueba de fuego, para esa a la que tanto me había preparado con los años sin saberlo, era comer en un restaurante realmente japonés con ohashi; antes de venir, mi tía abuela me había dicho: “los japoneses pueden saber cuando no eres japonés por la manera en la que tomas los ohashis”. Así que entre el temor y el orgullo, tomé los palillos con mis manos y comencé a comer el donburi que había pedido y me di cuenta de que lo hacía con la misma naturalidad con la que comían los japoneses.

Y con esa misma naturalidad comí el resto de la semana, me enorgullece decir que sólo el último día del programa comí con cubiertos.

Continuará…

Nota: Este viaje forma parte del Programa de Becas de Fortalecimiento de Emisión de Información a Extranjero Por Los Miembros de la Sociedad Nikkei En Latinoamérica (Grupo II) a través del Ministerio de Asuntos Exteriores del Japón y la Embajada Japonesa en México.



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